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El uso de animales en experimentación científica (página 2)



Partes: 1, 2

Por eso es fundamental no perder de vista que los límites
entre humano y animal no son naturales, sino culturales, y
están sujetos a que cada cultura, cada
época histórica, los redefina. Y así como en
algunos países ya comenzaron a colapsarse las
jerarquías amo/esclavo y hombres/mujeres, esperamos que
este debate
promovido por Elementos ayude a demoler la nefasta
concepción humanos/animales. Pero,
insistimos, esa tarea es irrealizable sin revisar primero el
marco de la cultura desde la que evaluamos estas cosas.

Algunos
antecedentes de la preocupación por la crueldad con los
animales.

La ciencia cree
que los homínidos de los cuales descendemos, primero
aprovecharon los restos que dejaban los carnívoros
feroces, luego ellos mismos se hicieron cazadores, y más
tarde sus conocimientos y habilidades les permitieron desarrollar
la ganadería.
De pronto el hombre
organizó fiestas para lucir sus destrezas: flechar,
lancear, enlazar, bolear. También planteó
espectáculos que le permitieran conocer y comparar las
características de los animales más aguerridos,
haciéndolos combatir entre ellos o con otros seres
humanos. Estas actividades fueron deslizándose hacia la
caza deportiva, el toreo, la riña de gallos, las peleas de
perros, la
cetrería, en las que la justificación de la
necesidad alimenticia fue siendo suplantada lisa y llanamente por
el morbo. Pero la necesidad de manejar animales para comer no
dejó de suministrar excusas para la crueldad; algunas
industrias de los
alimentos
continúan confinando a los pollos en jaulas exageradamente
estrechas para restringir sus movimientos y conseguir que su
carne no se endurezca; también recurre a recortarles o
quemarles el pico para que en su desesperación no se
lastimen y disminuyan su precio de
mercado; es
habitual que carencien de hierro a los
vacunos para que su carne aparezca más blanca en el
comercio, y
que se los mate con procedimientos
baratos pero chapuceros que, por no ser repentinos, ocasionan
horribles sufrimientos. Peor aún, a veces se cuida que el
animal no muera súbitamente, para que su lenta
agonía permita drenar una cantidad mayor de sangre faenable.
Luego claro, para evitar la repugnancia, la gente disimula el
origen de su comida, reservando un nombre distinto para el animal
vivo y el que ya ha sido transformado en alimento (guajolote y no
pavo; pork y no pig).

Ya desde Cicerón y con auge en el Renacimiento,
la caza fue denunciada por razones seculares y
humanísticas, como cruel, tonta e inculta. Pero
todavía quedan países que cometen toreo aunque se
digan cristianos, ignorando que lo tienen estricta y
específicamente prohibido. Así, Pio V, en su bula
"De Salute Gregis" dada en Roma el
día de Todos los Santos 1° de noviembre de 1567,
estipula:

".De manera semejante prohibimos a los clérigos, tanto
regulares como seculares, a los que detentan beneficios
eclesiásticos o estén constituidos en las sagradas
órdenes, que asistan a tales espectáculos (se
refiere a los taurinos), bajo pena de excomunión." Bien,
ahora véase la figura 1. Esta es, precisamente, la cultura
desde la que se juzga el uso de animales para la
experimentación científica. Avencemos.

¿Qué dice la
biología?

Científicamente hablando, resulta arbitrario definir
qué es un organismo pues, en primer lugar, no es una
"cosa" sino un "proceso", una
estación efímera en la que coinciden los ciclos
materiales y
energéticos de la biosfera:
agua, carbono,
sodio, potasio, oxígeno, etc. En segundo lugar, los
organismos son a veces verdaderos "ciudades" o "federaciones"
conpuestas por una multitud de especies disímiles.
Así, un simple pelícano es en realidad un complejo
nicho ecológico en el que viven bacterias,
hongos,
artrópodos microscópicos -y no tan
microscópicos- que habitan normalmente los resquicios de
sus plumas, pliegues de su piel e
intestinos. Cada pelícano individual, comporta una
sociedad de
más de 100 especies y, al menos en condiciones silvestres,
si uno lo limpia y lo "libera" de ellas, se enferma y muere: el
pelícano logra ser pelícano con ese centenar de
especies.

Nosotros no podríamos digerir la comida sin nuestra
flora intestinal, nuestros herbívoros morirían por
la misma razón. Además, las células
eucariontes (las que tienen núcleo bien definido: las de
nuestro cuerpo por ejemplo) se formaron hace miles de millones de
años a través de una asociación de
células más simples, como las bacterias y
espiroquetas, llamadas procariontes porque no tienen un
núcleo bien definido. De modo que en más de un 10%,
"nosotros" estamos compuestos por bacterias y espiroquetas que
forman flagelos, mitocondrias, microtúbulos, centrosomas,
etc. Si nos "curáramos de esas infecciones", por ejemplo
ingiriendo cianuro de potasio pra matar a nuestras mitocondrias,
moriríamos en segundos.

En resumen: no hay una frontera clara
entre nosotros y los organismos no-humanos.

Por qué
experimentar con animales

Ya Galeno, dos siglos antes de Cristo, al disecar varios tipos
de animales comprobó que son muy similares al hombre en
vísceras, músculos, arterias, venas, nervios y
huesos.
Maimónides basaba sus portentosos conocimientos
médicos, en la anatomía que
había aprendido de niño, observado el trabajo de
su abuelo materno que era carnicero. Siglos después, los
fisiólogos constataron que la similitud anatómica
se extiende a la fisiológica y a la bioquímica. Hoy la biología molecular
nos muestra que
compartimos más de 98% de nuestro programa
genético con los monos antropoides. Esas similaridades
permiten que hoy sepamos cómo funcionan nuestras neuronas
por investigaciones
hechas en el calamar, nuestro páncreas a través de
la experimentación en el perro, nuestro corazón
gracias al de la rata, nuestros pulmones gracias a los del
cobayo, nuestro sistema olfativo
gracias a los del gato, nuestras gónadas gracias a las del
conejo, nuestra visión con base en la del sapo y la
lechuza, y el
conocimiento de nuestros genes gracias a trabajos con
drosófilas, levaduras, bacterias y guisantes.

Como en el pasado no se contaba con anestésicos y no se
atendía al bienestar de los animales, estos estudios
producían sufrimientos inenarrables. Decía Voltaire "Hay
bárbaros que toman este perro, que tanto supera al hombre
en fidelidad y amistad, y lo
clavan sobre una tabla y lo disecan vivo ¡para mostrarte
las venas mesaraicas! [.] Contéstenme, mecanicistas
¿ha dispuesto la Naturaleza
todos los resortes de la sensibilidad de este animal, de modo que
no pueda sufrir?" (Dictionnaire Philosophique,
"Bêtes"). Eso llevó a que en el siglo
siguiente se crearan sociedades
protectoras de animales y de antiviviseccionistas.

Tal como lo veo, el uso de animales en la
investigación es imprescindible, tanto en el plano
científico como en el plano ético. En el plano
científico porque no se puede estudiar la fisiología de la visión, la
hemodinámica del hígado o la enfermedad de Parkinson, sin
recurir a los animales. En el plano ético porque la ciencia no
puede renunciar al uso de modelos
animales y condenar así a quienes sufren de glaucoma,
diabetes, lepra o
hipertensión. Para que quede claro: en
1957, un año después de que se les diagnosticaba
una leucemia, en el Primer Mundo morían 85 de cada 100
niños.
Veinte años después y gracias a los conocimientos
obtenidos estudiando animales, sólo moría un
15%.

¿Cuáles
animales?

Los piojos y las pulgas que transmiten la peste, y los
mosquitos Anopheles vectores de la
malaria, son tan animales como los monos antropoides. Con todo,
no le volaríamos de un balazo la cabeza a un
chimpancé con la misma indiferencia que le daríamos
un palmetazo a una mosca. Por eso, hoy los países
promulgan leyes que van
aflojando su rigor en la medida en que en vez de usar monos se
usan perros, en vez de usar perros se usan gatos, y así se
va deslizando a ratas, ratones e invertebrados. Al llegar a los
unicelulares el rigor legal se ha devanecido totalmente. Por eso
hoy los investigadores tienden a usar cultivos celulares, que no
tienen neuronas y no pueden sufrir.

Pero hay campos en los que no se puede evitar el uso de
animales, porque los cultivos celulares no tienen aorta, ni
cerebelo, ni sistema extrapiramidal, ni hipotálamo. Los
investigadores que utilizan animales para investigar estas cosas
lo hacen con sumo cuidado, empleando anestésicos,
antibióticos, granjas de animales confortables, con
temperatura
regulada, comidas balanceadas y evitan todo sufrimiento. Los
científicos siguen el consejo de Jeremy Bentham quien, en
1780, tras asociar la caza con los derechos de los animales y
también con la esclavitud,
puntualizó que no se debe preguntar "¿Pueden
hablar?" ni "¿Pueden razonar?", sino "¿Pueden
sufrir?". Es bueno tener en cuenta además que los
científicos no sólo evitan el sufrimiento con base
en un sentimiento de piedad y diagnidad, sino además,
porque el sufrimiento pondría en juego
mecanismos que distorsionarían totalmente los
resultados.

Es imprescindible que se promuevan campañas de
esclarecimiento como la que ahora plantea Elementos, pues la
necesidad del uso de animales de la ciencia moderna está
trascendiendo en mucho la antigua vivisección y la actual
experimentación sin sufrimiento. Así, ante la falta
de donantes de órganos y la frecuente incompatibilidad
inmunológica, se está recurriendo a modificar
genéticamente a los animales para que sean ellos quienes
provean de órganos. Más aún: ya se
está desarrollando la capacidad de producir fetos y
niños anencefálicos que podrían ser donantes
de órganos verdaderamente humanos. De modo que la sociedad
debe capacitarse para entender el planteo técnico, las
consecuencias morales y la base sobre la cual se va a legislar.
De lo contrario, quienes tengan un hijo a punto de perder la vida
por carecer de donantes, comenzarán a viajar a lugares del
planeta en que esas técnicas
sean toleradas.

La inconsistencia
de quienes se oponen a la
experimentación.

La mayoría lo hace porque conocen casos extremos, que
por regla general son antiguos, o actuales pero a cargo de
investigadores chapuceros y, con toda razón, quieren que
esas repugnancias se prohiban. Así y todo, no suelen tener
objeción alguna a que se le salve la vida a su hijo
inyectándole un suero antiofídico, o la suya propia
con una inyección antitetánica, ambas
perfeccionadas y preparadas en animales. Esta inconsistencia se
prolonga cuando acaso esa misma persona venera a
un Dios "todopoderoso y todo-amor-y-bondad"
que, según la mitología, permitió que su hijo
fuera clavado en una cruz. Luego otorgan derecho a la vida a un
embrión de un mes (y por lo tanto se oponen a que la madre
decida qué hacer con su propio cuerpo y su destino) pero
no le reconocen un derecho similar a un toro cuando es
perversamente torturado a la vista de miles de fanáticos
que solo buscan una diversión morbosa. De modo que el
análisis debe trascender "las
prácticas de laboratorio" y
enfocarse inevitablemente sobre las bases de nuestra cultura.

El
antropocentrismo: Esopo, Perrault y Disney

La información que acabamos de discutir nos
hace claro que, a finales del Siglo XX, para hablar del "honor"
que siente un toro de lidia y "su preferencia" a no morir como un
"villano granjero" sino "como un guerrero" se necesita algo
más que una ignorancia supina: se requiere tener una
moral que
permita adorar dioses filicidas. Pero debemos reconocer que
quienes tuvieron mayor éxito
en disuadir el trato cruel con los animales no fueron los
educadores ni los sacerdotes, sino autores como Esopo y Perrault,
que en sus fábulas
hicieron "hablar" a osos, monos, perros y lobos e hicieron que la
gente los sintiera "humanos". La situación mejoró
enormemente en las décadas del 30 y del 40 cuando gente
como Walt Disney produjo al Ratón Mikey y luego a Bambi,
basado en la novela de
Felix Salten de 1924. También mejoró enormemente
cuando los parques zoológicos comenzaron a contar con
instalaciones infantiles, en las que los niños pueden
acariciar y alzar en brazos cachorros de animales y bichos
adultos inofensivos. La conjunción con estos sentimientos,
con la labor esclarecedora de la ciencia, puede llevarnos a
disminuir la carga de prejuicios ancestrales y prácticas
degradantes, y el bienestar de los animales y la salud habrán de
mejorar.

En
resumen

No tenemos una razón biológica para
distinguirnos de los animales, ni podemos excluirlos ni
excluirnos de las cadenas tróficas mucho más
antiguas que el nacimiento de la ética.
Pero eso no nos da derecho a provocarles sufrimiento, aunque
tengamos una religión que los
sataniza y sacerdotes que no consiguen que su feligresía
abandone esas prácticas degradantes. La ciencia actual
necesita estudiar a los animales, pero lo hace recurriendo a
recursos que les
evitan todo sufrimiento. Es más, puesto que existe una
ciencia veterinaria,
ellos mismos se benefician de los conocimientos conseguidos.

Los científicos deben señalarle a su sociedad la
tremenda hipocresía involucrada en promulgar leyes que
traban o impiden el desarrollo de
la ciencia, mientras que excluyen de la legislación al
toreo, las riñas de gallo, el boxeo y las peleas de
perros. Realmente se necesita un nivel muy grande de estupidez,
para "justificar" esas perversiones sobre la base que así
es nuestra cultura, sin darnos cuenta de que, precisamente, eso
demuestra que hay que cambiarla para no caer en la ignorancia y
la indignidad.

BIBLIOGRAFÍA

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Autor:

Marcelino
Cereijido              

Doctor en Medicina y
profesor de
fisiología celular y molecular en México.
Investigador, especialista en política
científica. Ha publicado cientos de artículos y una
docena de libros, tanto
especializados en esos temas como de ensayo y
divulgación sobre los desequilibrios, el tiempo, la
muerte y la
relación ciencia-sociedad. Discípulo del premio
Nobel argentino Bernardo Houssay.  

Publicado originariamente en Elementos No. 36, Vol. 6,
Noviembre – Enero, 2000, Página 5

www.elementos.buap.mx

Partes: 1, 2
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